sábado, 1 de octubre de 2011

LA CONFIANZA EN LA PROTECCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA

Autor: San Alfonso Mª Ligorio

Quien me hallare, hallará la vida,
y alcanzará del Señor la salud.
(Pr. 8, 35)


PUNTO 1

¡Cuántas gracias debemos dar a la misericordia de Dios, exclama San Buenaventura, por habernos conseguido como abogada a la Virgen María, cuyas súplicas pueden alcanzarnos todas las mercedes que deseemos!...
¡Pecadores y hermanos míos!, aunque seamos culpables ante la divina justicia, y nos consideremos por nuestras maldades ya condenados al infierno, no desesperemos todavía. Acudamos a esta divina Madre, amparémonos bajo su manto, y Ella nos salvará. Exige de nosotros la resolución de mudar de vida. Formémosla, pues; confiemos verdaderamente en María Santísima, y Ella nos alcanzará la salvación... Porque María es abogada poderosa, abogada piadosísima, abogada que desea salvarnos a todos.
Consideremos, primeramente, que María es poderosa abogada, que todo lo puede con el soberano Juez, en provecho y beneficio de los que devotamente la sirven... Singular privilegio concedido por el mismo Juez, Hijo de la Virgen. “¡Es grande privilegio que María sea poderosísima para con su Hijo!”.
Afirma Gerson que la bienaventurada Virgen obtiene de Dios cuanto le pide con firme voluntad, y que como Reina manda a los ángeles para que iluminen, perfecciones y purifiquen a los devotos de Ella. Por eso la Iglesia, a fin de inspirarnos confianza en esta gran abogada nuestra, hace que la invoquemos con el nombre de Virgen poderosa: Virgo potens, ora pro nobis...
¿Y por qué es tan eficaz la protección de María Santísima? Porque es la Madre de Dios. Las oraciones de la Virgen María, dice San Antonino, siendo como es María Madre del Señor, son, en cierto modo, mandatos para Jesucristo; así no es posible que cuando ruega no alcance lo que pide.
San Gregorio, Arzobispo de Nicomedia, dice que el Redentor, para satisfacer la obligación que tiene con esta Santa Madre por haber recibido de Ella la naturaleza humana, concede cuanto María solicita. Y Teófilo, Obispo de Alejandría, escribe estas palabras: “Desea el Hijo que su Madre le ruegue, porque quiere otorgarle cuanto pida, para recompensar así el favor que de ella recibió”.
Con razón, pues, exclamaba el mártir San Metodio: “¡Alégrate y regocíjate, oh María, que lograste la ventura de tener por deudor al Hijo de quien todos somos deudores, porque cuanto tenemos es don suyo!...”.
Del mismo modo Cosme de Jerusalén repite que el auxilio de María es omnipotente, y lo confirma Ricardo de San Lorenzo, notando cuán justo es que la Madre participe del poder del Hijo, y que siendo Éste omnipotente, comunique a su Madre la omnipotencia. El Hijo es omnipotente por naturaleza; la Madre es omnipotente por gracia, de suerte que obtiene con sus oraciones cuanto desea, según aquel célebre verso: Quod Deus imperio, tu prece Virgo, potes. (Puedes, Virgen, con tus preces – lo que Dios con sus mandatos).
La misma doctrina consta en las Revelaciones de Santa Brígida (lib. 1, cap. 4). Oyó aquella Santa que Jesús decía a su bendita Madre que le pidiera cuanto quisiese, y que cualesquiera que fuesen sus peticiones, nunca rogaría en vano. Y el Señor manifestó el motivo de tal privilegio diciendo: “Nada me negaste nunca en la tierra; nada te negaré Yo en el Cielo”.
En resolución: no hay nadie, por malvado que sea, a quien María no pueda salvar con su intercesión... ¡Oh Madre de Dios!, exclama San Gregorio de Nicomedia, nada puede resistir a tu poder, porque tu Creador estima y aprecia tu gloria como si fuera suya... Vos, Señora, lo podéis todo, dice también San Pedro Damiano, puesto que aun a los desesperados podéis salvar.


AFECTOS Y SÚPLICAS

Amadísima Reina y Madre mía, diré con San Germán: “Vos sois omnipotente para salvar a los pecadores, y no necesitáis para con Dios de mayor encomio que el ser Madre de la verdadera Vida”. Así, pues, Señora, recurriendo a Vos, no puede todo el peso de mis pecados hacerme desconfiar de mi salvación.
Con vuestras súplicas alcanzáis cuanto queréis, y si rogáis por mí, ciertamente me salvaré. Orad, pues, por este miserable, diré como San Bernardo, ya que vuestro divino Hijo oye y concede todo lo que le pedís. Pecador soy, pero quiero enmendarme, y me complazco en ser vuestro siervo amantísimo. Indigno soy también de vuestra protección; mas bien sé que nunca desamparáis al que en Vos pone su esperanza. Podéis y queréis salvarme, y por eso confío en Vos...
Cuando vivía alejado de Dios y no pensaba en vuestra bondad, os acordabais Vos de mí y me alcanzasteis la gracia de enmendarme. ¡Cuánto más debo confiar en vuestra clemencia ahora que me consagro a vuestro servicio, y espero en Vos y a Vos me encomiendo!
¡Oh María!, rogad por mí y hacedme santo. Alcanzadme el don de la perseverancia y amor profundo a vuestro Hijo y a Vos misma. Os amo, Reina y Madre mía amabilísima, y espero que os amaré siempre. Amadme Vos también, y con vuestro amor, mudadme de pecador en santo.


PUNTO 2

Consideremos, en segundo lugar, que María es abogada tan clemente como poderosa, y que no sabe negar su protección a quien recurre a Ella. Fijos están sobre los justos los ojos del Señor, dice David. Mas esta Madre de misericordia, como decía Ricardo de San Lorenzo, tiene fijos los ojos, así en los justos como en los pecadores, a fin de que no caigan; y si hubieran caído, para ayudarlos a que se levanten.
Parecíale a San Buenaventura cuando contemplaba a la Virgen que miraba la misma misericordia, y San Bernardo nos exhorta a que en todas nuestras necesidades recurramos a esta poderosa abogada, que es en extremo dulce y benigna para cuantos se encomiendan a Ella.
Por eso la llamamos hermosa como la oliva. Quasi oliva va speciosa in campis (Ecl. 24, 19); pues así como de la oliva mana óleo suave, símbolo de piedad, así de la Virgen surgen gracias y mercedes que dispensa a todos los que se acogen a su amparo.
Bien decía, pues, Dionisio Cartusiano al llamarla abogada de los pecadores que en ella se refugian. ¡Oh Dios, qué dolor tendrá un cristiano que se condena al considerar que a tan poca costa pudiera haberse salvado acudiendo a esta Madre de misericordia, y que no lo puso por obra ni habrá ya tiempo de remediarlo!
La bienaventurada Virgen dijo a Santa Brígida (Rev. 1, 1, c. 6): “Me llaman Madre de misericordia, y en verdad lo soy, porque así lo ha dispuesto la clemencia de Dios...” Pues ¿quién nos ha dado tal abogada, que nos defienda, sino la misericordia divina, que a todos nos quiere salvar?... Desdichado será –añadió la Virgen..., eternamente desdichado, el que pudiendo acudir a Mí, que con todos soy tan piadosa y benigna, no quiere buscar mi auxilio y se condena”.
¿Tememos acaso, dice San Buenaventura, que nos niegue María el socorro que le pidamos?... No; que no sabe ni supo jamás mirar sin compasión y dejar sin auxilio a los desventurados que lo reclaman de Ella. No sabe, ni puede, porque fue destinada por Dios para ser reina y Madre de Misericordia, y como tal tiene que atender a los necesitados. Reina sois de misericordia, le dice San Bernardo; ¿y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los miserables? Y luego el Santo, por humildad, añadía: “Puesto que sois, ¡oh Madre de Dios!, la Reina de la misericordia, mucho debéis atenderme a mí, que soy el más miserable de los pecadores”.
Con maternal solicitud, sin duda, librará de la muerte a sus hijos enfermos, pues la bondad y clemencia de María la convierten en Madre de todos los que sufren.
San Basilio la llama casa de salud, porque así como en los hospitales de enfermos pobres tiene más derecho a entrar el más necesitado, María, como dice aquel Santo, ha de acoger y cuidar con piedad más solícita y amorosa a los más grandes pecadores de todos los que a Ella recurren.
No dudaremos, pues, de la misericordia de María Santísima. Santa Brígida oyó que el Salvador decía a la Virgen: “Aun para el mismo diablo usarías de misericordia si la pidiese con humildad”. El soberbio Lucifer jamás se humillará; pero si se humillase ante esta soberana Señora y le pidiese auxilio, la intercesión de la Virgen le libraría del infierno.
Nuestro Señor con aquellas palabras nos dio a entender lo mismo que su amada Madre dijo luego a la Santa: que cuando un pecador, por muy grandes que sean sus culpas, se le encomienda sinceramente. Ella no atiende a los pecados de él, sino a la intención que le mueve; y si tiene buena voluntad de enmendarse, le acoge y sana de todos los males que le abruman: “Por mucho que el hombre haya pecado, si acude a Mí verdaderamente arrepentido, apresúrome a recibirle, no miro el número de sus culpas, sino el ánimo con que viene. Ni me desdeño de ungir y curar sus llagas, porque me llaman, y realmente soy, Madre de misericordia”.
Con verdad, pues, nos alienta San Buenaventura (In Sal. 8), diciendo: No desesperéis, pobres y extraviados pecadores; alzad los ojos a María y respirad, confiados en la piedad de esta buena Madre. Busquemos la gracia perdida, dice San Bernardo, y busquémosla por medio de María; que ese alto don, por nosotros perdido, añade Ricardo de San Lorenzo, María lo encontró, y a Ella, por tanto, debemos acudir para recuperarle.
Cuando al arcángel San Gabriel anunció a la Virgen la divina maternidad, le dijo: “No temas, María, porque hallaste gracia” (Lc. 1, 30). Mas si María, siempre llena de gracia, jamás estuvo privada de ella, ¿cómo dijo el ángel que la había hallado? A esto responde el cardenal Hugo que la Virgen no halló la gracia para sí, pero siempre la tuvo y disfrutó sino para nosotros, que la habíamos perdido; de donde infiere que debemos presentarnos a María Santísima y decirle: “Señora, los bienes han de ser restituidos a quien los perdió. Esa divina gracia que habéis hallado no es vuestra, porque Vos siempre la poseísteis; nuestra es, y por nuestras culpas la perdimos. A nosotros, Señora, debéis devolverla”. “Acudan, pues; acudan presurosos a la Virgen los pecadores que hubiesen perdido por sus culpas la gracia, y díganle sin miedo: devuélvenos el bien nuestro que hallaste...”


AFECTOS Y SÚPLICAS

He aquí a vuestros pies, ¡oh Madre de Dios!, a un pecador desdichado que, no una, sino muchas veces, voluntariamente, perdió la divina gracia que vuestro Hijo le había conquistado por su muerte. Con el alma llena de heridas y de llagas, a Vos acudo, Madre de misericordia. No me despreciéis al ver el estado en que me hallo; antes bien, miradme con más compasión y apresuraos a socorrerme. Atended a la esperanza que me inspiráis y no me abandonéis. No busco bienes terrenos, sino la gracia de Dios y el amor a vuestro divino Hijo.
Orad por mí, Madre mía; no ceséis de orar, que por vuestra intercesión, y en virtud de los méritos de Jesucristo, he de alcanzar la salvación. Y pues vuestro oficio es el de interceder por los pecadores, ejercedle para mí –como decía Santo Tomás de Villanueva–, encomendadme a Dios y defendedme. No hay causa, por desesperada que sea, que no se gane si Vos la defendéis. Sois esperanza de pecadores y esperanza mía... Nunca dejaré, Virgen Santa, de serviros y amaros y de acudir a Vos... No dejéis Vos de socorrerme, sobre todo cuando me veáis en peligro de perder nuevamente la gracia del Señor...
¡Oh María, excelsa Madre de Dios, tened misericordia de mí!


PUNTO 3

Consideremos en tercer lugar que María Santísima es abogada tan piadosa, que no sólo auxilia a los que recurren a Ella, sino que va buscando por sí misma a los desdichados para defenderlos y salvarlos.
Ved cómo nos llama a todos, con el fin de alentarnos a esperar toda suerte de bienes si a su protección nos acogemos. “En Mí toda esperanza de vida y de virtud. Venid a Mí todos” (Ecl. 24, 26). A todos nos llama, justos o pecadores, exclama el devoto Peibardo comentando ese texto. Anda el demonio alrededor de nosotros, buscando a quien devorar, dice San Pedro (1 P. 5, 8). Mas esta divina Madre, como dijo Bernardino de Bustos, va buscando siempre a quien puede salvar.
Es María Madre de misericordia, porque la piedad y clemencia con que nos atiende la obligan a compadecerse de nosotros y a tratar continuamente de salvarnos, como una cariñosa madre, que no podría ver a sus hijos en riesgo de perderse sin que se apresurase a socorrerlos.
Y, después de Jesucristo, ¿quién procura más cuidadosamente que Vos la salvación de nuestras almas?, dice San Germán. Y San Buenaventura añade que María se muestra tan solícita en socorrer a los miserables, que no parece sino que en esto se cifran sus más vivos deseos.
Ciertamente, auxilia a los que se le encomiendan, y a ninguno de ellos desampara. Tan benigna es, exclama el Idiota, que no rechaza a nadie. Mas esto no basta para satisfacer el corazón piadosísimo de María, dice Ricardo de San Víctor (In Cant. c. 23), sino que se adelanta a nuestras súplicas y nos ayuda antes que se lo roguemos. Y es tan misericordiosa, que allí donde ve miserias acude al instante, y no sabe mirar la necesidad de nadie sin darle auxilio.
Así procedía en su vida mortal, como nos lo prueba el suceso de las bodas de Caná de Galilea, donde apenas notó que faltaba el vino, sin esperar a que se le pidiese cosa alguna, y compadecida de la aflicción y afrenta de los esposos, rogó a su Hijo que los remediase, y le dijo (Jn. 2, 3): No tienen vino, alcanzando así del Señor que milagrosamente trocase en vino el agua.
Pues si tan grande era la piedad de María con los afligidos cuando estaba en este mundo, ciertamente, dice San Buenaventura, es mayor la misericordia con que nos socorre desde el Cielo, donde ve mejor nuestras miserias, y se compadece más de nosotros. Y si María, sin que se lo suplicasen, se mostró tan pronta a dar su auxilio, ¡cuánto más atenderá a los que le ruegan!...
No dejemos de acudir en todas nuestras necesidades a esta Madre divina, a quien siempre hallamos dispuesta para socorrer al que se lo suplica. Siempre la hallarás pronta a socorrerte, dice Ricardo de San Lorenzo; porque, como afirma Bernardino de Bustos, más desea la Virgen otorgarnos mercedes que nosotros mismos el recibirlas de Ella; de suerte que cuando recurrimos a María la hallamos seguramente llena de misericordia y de gracia.
Y es tan vivo ese deseo de favorecernos y salvarnos –dice San Buenaventura–, que se da por ofendida, no sólo de quien positivamente la injuria, sino también de los que no le piden amparo y protección; y, al contrario, seguramente, salva a cuantos se encomiendan a Ella con firme voluntad de enmendarse, por lo cual la llama el Santo Salud de los que la invocan.
Acudamos, pues, a esta excelsa Madre, y digámosle con San Buenaventura: In te, Domina speravi, non confundar in aeternum!... ¡Oh Madre de Dios, María Santísima, porque en Ti puse mi esperanza, espero que no he de condenarme!


AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh María!, a vuestros pies se postra pidiendo clemencia este mísero esclavo del infierno. Y aunque es cierto que no merezco bien ninguno, Vos sois Madre de misericordia, y la piedad se puede ejercitar con quien no la merece.
El mundo todo os llama esperanza y refugio de los pecadores, de suerte que Vos sois mi refugio y esperanza. Ovejuela extraviada soy; mas para salvar a esta oveja perdida vino del Cielo a la tierra el Verbo Eterno y se hizo vuestro Hijo, y quiere que yo acuda a Vos y que me socorráis con vuestras súplicas. Santa María, Mater Dei, oro pro nobis peccatóribus...
¡Oh excelsa Madre de Dios!, Tú, que ruegas por todos, ora también por mí. Di a tu divino Hijo que soy devoto tuyo y que Tú me proteges. Dile que en Ti puse mis esperanzas. Dile que me perdone, porque me pesa de todas las ofensas que le hice, y que me conceda la gracia de amarle de todo corazón. Dile, en suma, que me quieres salvar, pues Él concede cuanto le pides...
¡Oh María, mi esperanza y consuelo, en Ti confío!
Ten piedad de mí.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio