martes, 17 de diciembre de 2013

SANTA CATALINA DE SIENA

           
SANTA CATALINA DE SIENA 
(1347-1380) 

Catalina fue el último de los vástagos del tintorero Giacomo Benincasa y de su mujer Lapa di Puccio. Antes de ella habían venido veintidós. La casa de los Benincasa se alzaba, se alza todavía, en la ladera de la colina sobre la cual se asienta la ciudad de Siena; una casa espaciosa, que respira bienestar, honradez y trabajo; la casa de un industrial cuyos negocios van viento en popa; abajo, la tintorería; en medio, las habitaciones; arriba, la terraza con su jardín, y una gran cocina donde se come, se hila, se cose y se charla en las veladas invernales, bajo la dirección de Giacomo, que habla poco, y de Lapa, mujer sin malicia, pero ducha en los negocios, que dispone y decide con aire autoritario; una indómita energía y una dulzura inalterable, los dos rasgos característicos de la hija. De abajo subía un olor a tintes, pero la atmósfera moral en que creció Catalina era pura y a la vez alegre. Alegre también era la niña; alegre, viva, y tan graciosa, que la llamaban Eufrosina, el nombre de una de las gracias. Pero un día, atravesando la calle con un hermano suyo, vio un trono de oro, y en él, rodeado de los ángeles, al Redentor del mundo, que la miraba, la sonreía y trazaba sobre ella una cruz, como hace el obispo cuando da su bendición. Tenía entonces seis años; pero a partir de esa hora dejó de ser niña. Había comprendido que su vida debía consagrarse a Jesús; arrodillada delante de la Madona, decía: "¡Oh Virgen María!, concédeme la gracia de tener por Esposo al que amo con toda mi alma, tu Hijo santísimo y mi Señor Jesucristo. Le prometo no aceptar a otro jamás." Y a los siete años Catalina era la enamorada de Jesús. 

Ya en la adolescencia, tuvo ella que resistir cierto día un terrible combate en las fiestas de carnaval. Primero oyó un zumbido, como cuando por la noche se entra en la cocina y se espantan todas las moscas. Pero esto sucedía en invierno, cuando no hay moscas. Eran los demonios. Después empezó a resonar a sus oídos un ruido frágil e insistente como los acordes de la mandolina, que le insinuaba pérfidamente: "Pobre Catalina, ¿por qué hacerte sufrir así? ¿Para qué el ayuno, la cadena de hierro que llevas alrededor de tu cintura, la disciplina con que hieres tus carnes de nieve? Vive como los demás, duerme como los demás, sé buena y piadosa de una manera razonable." Placenteras visiones surgían ante los ojos de la casta doncella, que desde hace tiempo vivía en una estrecha habitación de forma austerísima. Tales visiones eran el hogar, la casa, los niños, y, allá fuera, las canciones de amor, los gritos de los muchachas, las fiestas, todo el torbellino de la danza y de la orgía. Catalina no era sentimental, pero el tentador desarrollaba delante de ella sus más seductores espejismos. Formas lascivas bailaban en torno suyo con frenética algazara, murmurando con zalamera sonrisa: "Mira, esto es la felicidad." Nunca se había sentido tan próxima al abismo. En el delirio de la desesperación', cerraba los ojos o los clavaba en el crucifijo, y experimentaba ya acaso el vértigo, cuando, por un supremo esfuerzo de su voluntad, rechazó definitivamente al enemigo. "Tus amenazas no me asustan, exclamó, porque he elegido los sufrimientos como placeres." Entonces, el aire se hizo leve y puro; una claridad deslumbradora iluminó la habitación, y en la luz una voz murmuraba: "¡Catalina, hija mía!" Y ella, inflamada de amor, regando los rojos ladrillos con sus lágrimas, decía: "¡Oh Jesús dulce y bueno! ¿Dónde estabas cuando mi alma sufría en el tormento?" 

A los veinte años era ya 'mantellata', vestía el manto negro y la túnica blanca de la Orden Tercera de Santo Domingo. A los veinticinco empieza su vida pública, interviniendo en la política italiana, negociando la paz entre los pueblos, poniendo la mano en el timón del bajel de la Iglesia. Los Papas y los príncipes piden su consejo. Atraviesa las provincias italianas hablando de la fe y del perdón; aparece en Pisa y en Florencia, en Aviñón y en Roma; escribe a los capitanes y a los tiranos, a los legados del Papa y a los cardenales; decide la traslación de la corte pontificia a Roma, y las repúblicas italianas piden su in-tervención para poner fin a las discordias. Sin ninguna experiencia de la política, se coloca frente a los más altos poderes de su tiempo. Y no ruega; exige, manda: "Deseo y quiero que obréis de esta manera... Mi alma desea que seáis así... Es la voluntad de Dios y mi deseo... Quiero." Así hablaba a la reina de Nápoles, al rey de Francia, al tirano de Milán, a los obispos y al Pontífice. 

Fue escritora, una gran escritora. Escribió bellos himnos, que ella misma cantaba en sus viajes con voz tan límpida, que dejaba a todos maravillados; escribió sus epístolas a sus discípulos, y sus cartas a los grandes de la tierra, y escribió, sobre todo, el libro del DIALOGO, mensaje inflamado a todos los hombres de buena voluntad, dictado en una tempestad de pasión por el honor del Esposo, enriquecido con un caudal prodigioso de experiencias terrenas y celestes, iluminado con todas las claridades de una vibrante poesía. Para ella, la vida presente, en sí misma considerada, "es sólo tinieblas y amargura, hediondez e inmundicia, prisión asquerosa y sombría." "Todo desaparecerá -nos dice-, y ¿qué os quedará luego sino un puñado de hojas secas?" Aquella tenue sonrisa que, según sus biógrafos, se dibujaba constantemente en sus labios, debía estar llena de compasión y de melancolía. 

Catalina, naturaleza enérgica, más dominante, menos dulce que Francisco de Asís, tiene, al dejar este mundo, unos momentos sombríos. No muere cantando como el Poverello. Es en Roma, en la Via di Papa. Apenas ha cumplido treinta y tres años; pero yace sobre unas tablas luchando con la muerte. Y con el diablo. Los caterinatos (seguidores fervorosos de Catalina) la rodean, y uno de ellos nos dice: "Poco después de recibir la Extremaunción, cambió de aspecto y empezó a mover la cabeza y los brazos, como si sufriese violentos ataques de los espíritus infernales. El combate se prolongó por espacio de media hora. Luego empezó a exclamar: "Peccavi, Domine, miserere mei." Lo repitió sesenta veces, y a cada vez levantaba el brazo y lo dejaba caer pesadamente sobre su lecho. Luego se metaforseó completamente; su rostro, antes ensombrecido, volvió a ser como el de un ángel; los ojos, hasta entonces empañados de lágrimas, adquirieron tan gozoso resplandor, que nos fue imposible dudar que, sublimándose a la superficie de un océano sin fondo, había sido devuelta a sí misma; y esto dulcificó nuestro pesar, puesto que nosotros, sus hijos y sus hijas, que la rodeábamos, estábamos profundamente abatidos." 

F.J.P.U.

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 "¡Oh amor, amor; eres lo más suave! ¡Oh eterna belleza, tanto tiempo desconocida, tantos siglos velada por el mundo! ¡Oh Esposo, Esposo! ¿Cuándo...cuándo?...¿Por qué no ahora?" 

(Santa Catalina de Siena)

Tradición Católica Nº 47.
Abril 1989.