sábado, 27 de diciembre de 2014

SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA - 27 DE DICIEMBRE


Ninguna cosa puede dar una idea más alta y más cabal de la Santidad y del mérito extraordinario de San Juan que el augusto título de discípulo amado de Jesucristo que le da el Evangelio. Ningún elogio fue más magnífico ni más verdadero. Era San Juan galileo, hijo del Zebedeo y de Salomé, y hermano menor de Santiago el Mayor, de quienes se habla tantas veces en el Evangelio. Aprendió desde joven el oficio de pescar con su padre. Ningún Apóstol fue llamado tan joven al apostolado. No tenía sino de veinticuatro a veinticinco años cuando el Salvador le eligió por su discípulo.
Estaba con su hermano Jacobo en una barca a la orilla del lago de Genezaret, llamado el mar de Tiberiades, trabajando con su padre y su hermano en remendar sus redes, cuando Jesucristo, que acababa de llamar a San Pedro y San Andrés, vio a algunos pasos de allí a estos otros dos hermanos, San Juan y Santiago, sobre los cuales había puesto sus ojos para hacerlos sus discípulos favorecidos. Llamólos, como lo había hecho con los primeros, y su palabra tuvo tanta fuerza, que, sin detenerse un momento, abandonaron barca y redes, se despidieron de su padre y siguieron al que los llamaba.
La inocencia de costumbres de San Juan, y particularmente su virginidad, le hicieron bien pronto más querido de su divino Maestro que todos los otros. San Jerónimo, como también la Iglesia en el Oficio de este Santo, atribuye a su virginidad la predilección del Salvador y todos los favores singulares que este Santo Apóstol recibió con preferencia a los otros. Su inviolable adhesión a Jesucristo y aquella fidelidad con que le seguía a todas partes da bastante a conocer que el amor de San Juan a su amado Maestro era recíproco.
San Juan amaba a Jesucristo con una extremada ternura, y desde el primer día que se le juntó no supo perderle de vista. Jesús amaba también tiernamente a San Juan, y esta predilección era tan conocida y tan visible, que él mismo no toma otro título ni otro nombre en el Evangelio que el de discípulo a quien amaba Jesús. Juan fue el confidente de todos sus secretos; y, cuando los otros apóstoles querían informarse o tomar nueva luz sobre algún punto, se encaminaban al amado discípulo. Pero lo que hace ver la virtud eminente de nuestro Santo, sus raras prendas y su mérito universalmente aplaudido, es que estos favores particulares y esta tierna amistad del Salvador jamás causaron la menor envidia ni el menor asomo de celos entre los otros discípulos, aunque a la sazón eran todavía muy imperfectos.
El Salvador, dándole todos los días nuevas muestras de su amor, quiso que fuese testigo de todas las acciones más prodigiosas de su vida mortal. Primeramente se encontró nuestro Santo en la curación de la suegra de San Pedro; poco después en la resurrección de la hija de Jairo, presidente de una sinagoga, y en todos los demás prodigios que obró el Salvador. Habiendo sido enviado con su hermano a un pueblo de samaritanos a buscar alojamiento para su Maestro y para ellos, y no habiendo querido recibirlos los samaritanos, esta afrenta hecha al Salvador inflamó tanto su celo, que, encarándose con el Salvador, le dijeron si les permitía hacer bajar fuego del cielo para consumir a aquellos ingratos, como lo hizo Elías en otro tiempo.
Pero el Salvador les dijo en tono de reprensión: No sabéis de qué espíritu estáis animados cuando habláis de esta suerte; el Hijo del Hombre no ha venido para quitar a nadie la vida, sino para dársela a todos. Se cree que fue en esta ocasión cuando el Salvador les impuso el nombre de Boanerges, que quiere decir hijos del trueno, para darles a entender que aquel celo vengativo y fogoso que habían concebido contra los samaritanos no nacía de su espíritu, que es un espíritu de mansedumbre y de misericordia.
La transfiguración de Jesucristo fue también una señal de la predilección del Hijo de Dios para con San Juan. Queriendo el Salvador celebrar poco después su última cena la víspera de su pasión, envió a San Juan y a San Pedro a Jerusalén para aprontar cuanto era necesario para esta grande acción, en que debían ejecutarse tantas maravillas. En esta última cena fue donde Jesucristo quiso dejar a todos los hombres que había venido a redimir con el precio de su sangre una prenda de su amor en la institución de la adorable Eucaristía. Aquí también le dio a San Juan una señal de su ternura y de un cariño particular haciendo que se pusiera en la mesa junto a Sí, y permitiéndole, por un favor muy especial, que reclinara su cabeza sobre su costado.
Habiendo dicho Jesucristo al fin de la cena que uno de sus discípulos le había de entregar, quedaron todos tan atónitos con esta funesta predicción, que, ocupados de pasmo, no pudieron hablar una palabra. San Pedro, más curioso, o a lo menos más osado que los otros, hizo señas a San Juan para que preguntase a Jesús quién era aquel de quien hablaba. El amado discípulo preguntó en voz baja al Señor quién era: Jesús le respondió, en el mismo tono, que el traidor era aquel a quien daría un bocado de pan mojado en el caldo. En efecto, tomó luego el bocado, lo mojó y lo dio a Judas Iscariote, que fue el desventurado que le entregó.
Quiso el Salvador que su amado discípulo, después de haber sido testigo de su gloria sobre el Tabor, lo fuese también de su pasión en el monte Olívete y en el Calvario. Le eligió con San Pedro y Santiago para que le acompañaran al huerto de Getsemaní y fuesen testigos de su agonía. Pero apenas fue preso Jesucristo por los soldados que el traidor Judas había conducido, cuando San Pedro y Santiago, cediendo al temor de que fueron sobrecogidos, echaron a correr y huyeron. San Juan fue el único que no abandonó al Salvador, haciéndole despreciar todos los riesgos el amor tierno que tenía al Salvador.
Este fiel discípulo fue el único apóstol que siguió a Jesucristo hasta la cruz, donde recibió del Salvador el último testimonio de su amor, el que sobrepujó a todos los otros; porque, estando Jesús para expirar, le hizo heredero de la cosa que más amaba, que era su Madre, para que fuese respetado en toda la Iglesia como el primero de sus hermanos y como el primogénito de los hijos adoptivos de la Madre de Dios. La donación se hizo en dos palabras que allí mismo obraron su efecto.
El Salvador se encaró primero con su Madre, a la que no llamó sino con el nombre de mujer, por que el nombre tierno de Madre no hiciese mayor su dolor. «Mujer, le dijo, he ahí a tu hijo—señalando a San Juan con la lengua y con los ojos, que eran las solas partes del cuerpo de que no se le había podido quitar el uso.—Este es el que Yo sustituyo en mi lugar para que haga contigo todos los oficios de hijo». Luego, echando una ojeada sobre el discípulo, y señalándole en el modo que podía a su Madre, le dijo: «Ahí tienes a tu Madre: hónrala y sírvela como a tu querida Madre». Con estas palabras dio el Salvador a la Santísima Virgen un corazón de Madre para con San Juan, y a San Juan un corazón de Hijo para con la santísima Virgen; y así, desde aquel tiempo este Hijo de María no quiso que esta Señora tuviese otra casa que la suya, y El tuvo cuidado de mantenerla.
San Juan no se apartó de la cruz hasta que Jesucristo expiró. Vio atravesar el costado de Jesucristo con una lanza después de su muerte, y vio salir de él sangre y agua como él mismo lo testifica. No habiendo hallado María Magdalena el cuerpo del Salvador en el sepulcro, corrió a decirlo a San Pedro y a San Juan; entrambos corrieron al sepulcro, pero San Juan llegó antes que San Pedro. Jesucristo no se daba a conocer desde luego cuando se aparecía a los demás apóstoles, pero no podía ocultarse al amado discípulo. San Juan fue el único que le conoció a la orilla del mar de Tiberiades, y que dijo a San Pedro: «El Señor es». Como San Juan era el único de todos que fue virgen, así también fue el único que conoció al divino Esposo, según San Jerónimo.
San Pedro, que amaba a su divino Maestro más que los demás apóstoles, hizo particular alianza con San Juan, a quien veía que Jesucristo amaba más tiernamente; y esta alianza que Jesucristo había formado entre los dos apóstoles fue cada día más íntima. Habiendo dicho el Salvador a San Pedro que le siguiera, este apóstol se sorprendió de que Jesucristo no hubiese dicho lo mismo a San Juan; y, habiéndose tomado la libertad de preguntar al Salvador qué designios tenía Su Majestad sobre su amigo Juan, le respondió el Señor: «¿Qué te importa a ti el saber en lo que ha de venir a parar Juan?» Esta respuesta dio motivo a los otros discípulos para creer que Juan no había de morir; pero Jesucristo les dio a entender que no comprendían el sentido de sus palabras.
Poco después de la venida del Espíritu Santo, yendo al templo San Pedro y San Juan, curaron a la puerta a un cojo, que desde su nacimiento tenía embarazado el uso y movimiento de sus miembros. El ruido que hizo este milagro dio motivo a que los pusieran en la cárcel , donde fueron examinados; pero su respuesta constante y animosa hizo ver claramente que sólo Dios había podido hacer tan intrépidos y elocuentes a unos pobres pescadores. Estos dos grandes Apóstoles predicaron la fe en diversos lugares de aquellos alrededores; y, habiéndose vuelto a Jerusalén, pusieron por Obispo de esta ciudad a Santiago el Menor, llamado el Justo. Nuestro Santo asistió después al Concilio de Jerusalén, donde apareció, dice San Pablo, como una de las columnas de la Iglesia.
Entre los Apóstoles, fue San Juan uno de los últimos que dejaron la Judea para ir a llevar el Evangelio a las naciones; fue a predicar a los parthos, a quienes pretende San Agustín haber dirigido su primera carta; pero su departamento fue el Asia Menor. Encargado del cuidado del más precioso depósito que había en la Tierra, que era la Madre de Dios y suya, la condujo a Efeso, cuando todos los fieles fueron expulsados de Jerusalén, y estableció en aquella ciudad su domicilio, con grandes ventajas de la religión.
Su vida era tan austera, que dice San Epifanio era imposible llevar más lejos la austeridad. Convirtió a la fe de Jesucristo casi toda el Asia, donde estableció un gran número de Obispos, de los que él mismo era como el pastor y modelo.
Los cuidados, el respeto y la ternura con que miraba a la Virgen Santísima, de quien el mismo Jesucristo le había hecho hijo adoptivo, le obligaron a estar a su lado todo el tiempo que vivió en carne mortal. Después de su gloriosa asunción al Cielo, San Juan no puso límites a su celo; llevó las luces de la fe hasta las extremidades del Oriente. Los basores pretenden haber recibido la fe de Jesucristo por su ministerio. El emperador Domiciano empezó a perseguir a los cristianos, como lo había hecho Nerón. San Juan, a quien miraban todos como a uno de los mayores héroes del Cristianismo, y como el alma de este gran cuerpo, fue uno de los primeros que prendieron y enviaron a Roma.

El día 6 de Mayo fue la historia de su martirio delante de la Puerta Latina. Al salir del aceite hirviendo en que había sido metido, fue desterrado por Domiciano a la isla de Patmos, una de las del Archipiélago a la parte del Asia; allí fue condenado a las minas, horroroso suplicio para un viejo de más de noventa años; pero las revelaciones particulares que tuvo y los frecuentes raptos suavizaron mucho sus penas. Aquí fue donde, por orden de Jesucristo, escribió el libro del Apocalipsis; esto es, de las Revelaciones, donde no hay palabra, dice San Jerónimo, que no sea un misterio.
Habiendo sido muerto el emperador Domiciano, anuló su Senado todo lo que había hecho; y Nerva, su sucesor, levantó el destierro a todos los que su antecesor había desterrado. Así San Juan dejó la isla de Patmos el año 97, después de un destierro de cerca de dieciocho meses, y volvió a Efeso. Como halló que San Timoteo, su primer Obispo, había sido martirizado, se asegura se vio obligado a tomar a su cuidado esta Iglesia, la que gobernó hasta el fin de su vida. Poco después de su vuelta convirtió a aquel insigne ladrón que había sido su discípulo cuando joven.
En su tiempo, Cerinto, Ebión y los nicolaítas, enemigos mortales de la divinidad de Jesucristo, despedazaban la Iglesia con sus errores y la hacían gemir con sus blasfemias. Como San Juan era el único de los Apóstoles que había quedado con vida, todas las iglesias de Oriente y Occidente recurrieron a él, y le pidieron les diese armas contra aquellos impíos enemigos del Salvador, sabiendo que ninguno podía estar más bien informado que él de los misterios de la religión, ni más lleno del espíritu del Cristianismo.
Con este motivo, dice San Epifanio, escribió su Evangelio; para lo cual, añade el mismo santo doctor, tuvo orden expresa del Espíritu Santo. Como los otros tres evangelistas habían hablado suficientemente de lo que pertenecía a la humanidad de Jesucristo, San Juan se dedicó a manifestarnos principalmente su divinidad, con el fin de quitarles toda la autoridad a los falsos evangelios fabricados por ciertos impostores y cerrar para siempre la boca a los herejes.
Este Evangelio, dictado por el Espíritu Santo como todos los otros, se ha mirado siempre como la más noble parte de todos los libros sagrados y como el sello de la palabra de Dios escrita. Los Santos Padres comparan, y con razón, este Evangelista al águila, porque se eleva hasta el trono de Dios, y porque su Evangelio encierra tantos misterios, en sentir de San Ambrosio, como sentencias. Nuestro San Juan, dice San Agustín, toma su vuelo como un águila hasta el más alto cielo, y llega hasta el Padre Eterno cuando dice: El Verbo era desde el principio, y el Verbo estaba en Dios, y él Verbo era Dios.
Además del Evangelio y del Apocalipsis, reconoce también la Iglesia de San Juan tres Epístolas. La primera, cuyo asunto es la caridad, fue dirigida, según San Agustín, a los parthos; esto es, a los cristianos hebraizantes que estaban al otro lado del Eufrates. Las otras dos las dirigió a Iglesias particulares, las que quizá se comprenden bajo el nombre de Electae dominae et natis ejus: A mi señora Electa y a sus hijos.
Habiendo llegado San Juan a una extrema vejez, y hallándose sin fuerzas por haberlas consumido en los trabajos apostólicos, era llevado por sus discípulos a la Iglesia y a la asamblea de los fieles; y como por mucho tiempo todas sus exhortaciones se redujesen a estas breves palabras: «Hijos queridos, amaos unos a otros», se enfadaron al fin, dice San Jerónimo, de tanta repetición; y habiéndole dicho que se admiraban de oírle todos los días una misma cosa, les dio esta admirable respuesta, tan digna del amado discípulo: «Os repito todos los días una misma cosa, porque es lo que el Señor nos manda con más particularidad; y si se cumple bien, no es menester más para ser santos ».
Quiso, en fin, el Señor recompensar los largos e inmensos trabajos de su fiel siervo y amado discípulo sacándole del mundo para colmarle de gloria en el Cielo, donde el Salvador mismo y la Santísima Virgen habían de darle pruebas muy particulares de su ternura. Murió en Éfeso con la muerte de los santos, de edad de cien años, hacia el año 104 de la Era cristiana. El cuerpo del Santo Apóstol fue enterrado en un campo cerca de la ciudad, donde todavía se conservaban sus reliquias en tiempo del Concilio general de Efeso, celebrado el año 431.
Alfonso de María