viernes, 25 de diciembre de 2015

LA SANTA NAVIDAD: LA HORA DE LA CONFIANZA EN LA NOCHE DEL MUNDO



La santa Navidad es algo más que una tradición cultural de Occidente o la simple conmemoración, grata a los cristianos, de un hecho histórico sucedido en Palestina hace 2015 años. La Navidad es el momento en que el Redentor de la humanidad se hace presente entre nosotros en un pesebre, y nos pide que lo adoremos como Rey y Señor del universo. Desde esta perspectiva, la Natividad es uno de los misterios centrales de nuestra fe, la puerta que nos abre todos los misterios de Cristo.

El papa san León Magno (440-461) escribió: «Aquel que era invisible según su naturaleza se ha hecho visible en la nuestra. El incomprensible ha querido ser comprendido; el que existía antes del tiempo, ha comenzado a existir en el tiempo; el Señor del universo, ocultando su Majestad, ha tomado forma de esclavo» (Sermo in Nativitate Domini, II, § 2).

La manifestación en la historia del Verbo Encarnado fue también el momento de mayor gozo para los ángeles. Desde el momento de su creación, en los albores del universo, sabían que Dios se haría hombre y lo habían adorado mientras resplandecía desde el interior de la Santísima Trinidad. Esta revelación había separado irremediablemente a los ángeles fieles de los rebeldes, el cielo de la tierra, los hijos de la luz de los de las tinieblas. En Belén llegó por fin para los ángeles el momento de postrarse ante el Santo Niño, causa y medio, como escribe el padre Faber, de su perseverancia.

Las armonías del Gloria in excelsis inundaron el Cielo y la Tierra, pero aquella noche sólo fueron oídas por las almas que vivían distanciadas del mundo e inmersas en el amor de Dios. Entre ellas se encontraban los pastores de Belén, que no pertenecían al círculo de los ricos y poderosos. Pero en la soledad y las vigilas nocturnas junto a sus rebaños conservaron la fe de Israel. Eran hombre sencillos, abiertos a lo maravilloso, y no se sorprendieron de la aparición del ángel, que haciendo resplandecer sobre ellos una luz celestial, les dijo: «¡No temáis!, porque os anuncio una gran alegría que será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la Ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor. Y esto os servirá de señal: hallaréis un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2, 11-12).

Los pastores siguieron obedientes las indicaciones del ángel, que los condujeron a la gruta donde encontraron al Niño en el pesebre, junto con María y San José: «Invenerunt Mariam, et Joseph et Infantem positum in Praesepio» (Lc 2, 16). Tuvieron la gracia de ser los primeros después de María y José en realizar sobre la tierra un acto de adoración externa al Niño de Belén. Y al adorarlo, entendieron que a pesar de su aparente fragilidad era el Mesías prometido, el Rey del universo. La Natividad es la primera afirmación de la realeza de Cristo, y el pesebre su trono. El pesebre era también el cofre que contenía el tesoro de la naciente Civilización Cristiana, de la cual los pastores fueron los primeros profetas. El programa de dicha civilización quedó expresado en las palabras que proclamó aquella noche una multitud de ángeles: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14).

Con inmensa alegría, los pastores fueron a anunciar por todas partes, en los campos y por los montes, la alegre noticia. «Omnes qui audierunt mirati sunt» (Lc 2, 18), todos los que la oyeron quedaron maravillados, aunque no todos emprendieran camino hacia la cabaña de Belén. Muchos estaban enfrascados en sus ocupaciones y no quisieron tomarse una molestia que les habría transformado la vida en el tiempo y en la eternidad. Y hubo también muchos otros que pasaron aquel día ante la gruta, e incluso se asomarían tal vez curiosos, pero no comprendieron –o no quisieron comprender– aquel suceso maravilloso.

No obstante, la Realeza del Niño Jesús fue reconocida por algunos de los hombres más sabios de su tiempo. Los Magos, Reyes de Oriente, eran hombres que tenían la mirada absorta en los fenómenos del cielo cuando vieron a aparecer una estrella. Estrella que fue para ellos lo que el ángel para los pastores: la voz de Dios, que dice de Sí mismo: «Ego sum stella splendida et matutina» (Apoc. 22, 16). También los Reyes Magos, al igual que los pastores, correspondieron a la perfección al impulso divino. No fueron los únicos que vieron la estrella, y es probable que tampoco fueran los únicos en entender su significado. Pero sí fueron los únicos que emprendieron camino a Occidente. Otros quizá comprendieron, mas no quisieron dejar atrás su tierra, su casa y sus asuntos personales.

Los pastores venían de las proximidades; los Magos, de tierras lejanas de Belén. Pero a unos y a otros se les puede aplicar el principio según el cual Dios no abandona jamás a quien lo busca con pureza de corazón. Pastores y Magos llevaron regalos de diverso valor, pero en todo caso lo más valioso que poseían. Obsequiaron al Santo Niño los ojos, los oídos, la boca, el corazón, toda su vida; en una palabra, se ofrecieron en cuerpo y alma a la Sabiduría Encarnada, y lo hicieron a través de las manos de María y de José y en presencia de toda la corte celestial.

De este modo imitaron la perfecta sumisión a la voluntad de Dios del Niño Jesús, que siendo el Verbo de Dios se humilló asumiendo la forma de esclavo de la voluntad divina, para dejarse más tarde conducir a través de toda condición social, hasta la muerte en la Cruz y la gloria: no escogió posición social, pero se dejó conducir momento a momento por la inspiración de la Gracia, como escribió un místico del siglo XVII (Jean-Baptiste Sainte-Jure, Vita di Gaston de Renty, tr. it. Glossa, Milano 2007, p. 254). La devoción al Niño Jesús se caracteriza porque experimenta un abandono radical en manos de la Divina Providencia, porque aquel Niño envuelto en pañales es un Dios humanado que ha aniquilado su voluntad para hacer la de su Padre que está en los cielos. Y la hará sometiéndose a dos criaturas excelsas, pero sometidas a Él: la bienaventurada Virgen María y San José.

La Santa Navidad conmemora el extremo abandono a la Divina Providencia, pero también una inmensa confianza en los misteriosos planes de Dios. De este día escribe también San León Magno que «el Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del diablo (1 Jn 3, 8), el día en que se unió a nosotros y nos unió a Él, a fin de que el rebajamiento de Dios hacia los hombres eleve a los hombres hacia Dios (In Sermo in Nativitate Domini, VII, § 2). En el mismo sermón, San León denuncia el escándalo de quienes, en su tiempo, mezclaban las oraciones de la Iglesia con invocaciones a los astros y la naturaleza mientras subían los peldaños de la Basílica de San Pedro: «Que los fieles –escribía– rechacen esta costumbre condenable y perversa, que el honor debido a Dios deje de mezclarse con los ritos de quienes adoran las criaturas. La Sagrada Escritura declara: “Adorarás al Señor tu Dios, y a Él solo servirás” (Gen. 1, 3) ».

Es imposible dejar de captar la actualidad de estas palabras mientras sobre la fachada de la basílica de San Pedro se proyectan espectáculos neopaganos y se celebra el culto panteísta a la Naturaleza. En estas horas oscuras, los católicos fieles siguen teniendo la misma confianza que tuvieron los pastores y los Magos que se acercaron al pesebre para contemplar a Jesús. Llega la Navidad, se disiparán las tinieblas en que está inmerso el mundo, y tiemblan los enemigos de Dios, porque saben que aproxima la hora de su derrota. Por eso odian la Santa Navidad, y por eso también nosotros, contemplamos con mirada confiada al Niño Jesús que nace, y le pedimos que nos ilumine la mente en la oscuridad, nos caliente el corazón en el frío y dé ánimo a nuestra desfallecida conciencia en la noche de nuestro tiempo. ¡Niño Jesús, venga a nosotros tu Reino!

Roberto de Mattei

[Traducido por J.E.F]