viernes, 22 de enero de 2016

LA MONSTRUOSIDAD DEL ARTE SACRO CONTEMPORÁNEO


La nueva catedral de Créteil, en Val di Marna, inaugurada el 20 de septiembre de 2015, acrecienta la ya larga lista de adefesios arquitectónicos de las últimas décadas. Lo que hace más grave esta devastación es que se trata de arquitectura sacra, es decir, de una expresión artística que debería ayudar al hombre a elevarse al Cielo.
La primera característica de esas iglesias, así como de otros templos de la liturgia postmoderna, es que, por el contrario, alejan de Dios. Son iglesias feas porque los arquitectos que las proyectan desnaturalizan intencionadamente su función de lugar donde se celebra el culto divino. Es bello lo que es verdadero, y verdadero es lo que cumple su objetivo, lo que no traiciona su propio fin y naturaleza. En este sentido, como señalaba Mario Palmaro, la belleza posee un carácter normativo inherente, remite a la naturaleza humana que no cambia en ningún momento y lugar. Y como el hombre tiene naturaleza racional, «en las cosas humanas, –afirma santo Tomás de Aquino– lo bello se da cuando una cosa se ordena según la razón» (Summa Theologica, II-IIae, q. 142, a. 2).
Los arquitectos modernos se guían por sus propias construcciones mentales deformes en vez por las leyes inmutables que gobiernan el universo. Pero todo lo que produce el hombre sólo tiene perfección y belleza en la medida en que corresponde al fin que le es propio. Si Dios es el fin último de todas las cosas, todo ser creado tiene una finalidad concreta que se corresponde a su propia naturaleza y esencia. El fin es también una función, una actividad específica dirigida a un objetivo.
La belleza de una obra de arte se deriva de su funcionalidad, esto es, de la capacidad de alcanzar el fin al que está dirigida. Santo Tomás lo explica con un ejemplo elocuente: «Todo artífice tiende a dar a su obra la forma mejor, pero no en un sentido absoluto, sino con respecto a un fin. No le preocupa si tal disposición tiene de por sí una deficiencia determinada. Por eso, el artesano que construye una sierra la hace de hierro para que cumpla adecuadamente su función. No le interesa hacerla de vidrio, material más hermoso, porque esa belleza le impediría cumplir su función» (Summa Theologica, I, q. 91, a. 3).
Una sierra de vidrio no sería hermosa porque sería inútil, del mismo modo que una espada que no cortase no sería bella. Una catedral se edifica para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa y congregar a los fieles para adorar y rezar. Está bien hecha, o sea es una verdadera catedral, si ayuda a los fieles a rezar y adorar. Si no logra este fin, será irremediablemente fea como las iglesias modernas, que parece más bien que fueran garajes o bodegas de almacenamiento en vez de lugares de oración.
Las catedrales de Chartres, Amiens, Orvieto y San Marcos están consideradas las cuatro biblias de mármol por su capacidad para reproducir en piedra los textos sagrados del Cristianismo y constituyen, por el contrario, un luminoso ejemplo de la correspondencia entre medio y fin. Lo que has hace hermosas es que están creadas con vistas a elevar al hombre al Cielo y cumplen perfectamente dicho objetivo.
Hoy en día es mayor el número de turistas que visitan las catedrales europeas que el de fieles que asisten a los cultos. Y sin embargo las catedrales se construyeron para rezar, no para ser admiradas como obras de arte. Su belleza es consecuencia de la verdad que transmiten y que pocos captan. Antes que fomentar la construcción de horrendos templos, la Iglesia debería tener el cometido de acompañar toda visita a una catedral con una apropiada catequesis que llevara de la belleza a la verdad.
Una obra de arte no es sólo una combinación de superficies, formas y colores, sino la visualización de un pensamiento. Personas procedentes de todos los países y con ideologías muy variadas admiran la belleza de las obras de arte cristianas, sin tener en cuenta que esas obras no se habrían realizado si en primer lugar no hubieran sido concebidas según una mentalidad que era la filosofía del Evangelio. Las catedrales, los frescos y los objetos que forman parte de nuestro patrimonio cultural esconden una concepción del mundo que se reencuentra, un sentido que se redescubre. No podría haber una evangelización más eficaz hoy en día.
La catedral de Créteil, como la iglesia construida por Massimiliano Fuksas en Foligno y el nuevo santuario del padre Pío edificado por Renzo Piano en San Giovanni Rotondo son horrorosos porque reniegan de su propia identidad de lugares sagrados. Son edificios feos, horrendos, porque no son funcionales. Es decir, que no corresponden al fin para el que fueron construidos. Quien visita las nuevas iglesias de Créteil, Foligno o San Giovanni Rotondo no contempla la belleza ni conoce la verdad; se encuentra en un ambiente contrario al deseo de recogimiento y elevación a Dios. La filosofía de vida que ha inspirado esas edificaciones es la de los arquitectos imbuidos de espíritu agnóstico y relativista que las han ideado.
Es la cosmovisión del Occidente nihilista y opulento, extraño a Dios, encerrado en su orgullo, inmerso en su egoísmo. En los neopaganos tiempos que corren no hay lugar para la liturgia milenaria de la Iglesia, para las melodías del gregoriano o de la polifonía, para la tierna devoción de los fieles a la Virgen y los santos. Como mucho, se apela a la Kaaba de La Meca, como en Foligno, o a la religiosidad masónica, como en San Giovanni Rotondo. El mensaje de Créteil es igualmente destructivo: la impresión es la de ser una efímera e ilusoria Disneylandia de la fe.
Las raíces cristianas de la sociedad se extirpan cada vez que se erige un templo como los proyectados por las estrellas de la arquitectura contemporánea. Y esas raíces cristianas se vuelven a implantar cada vez que se construyen y decoran templos según las reglas dictadas por la razón, la fe y la Tradición. Las raíces cristianas se defienden también combatiendo el arte contemporáneo y prestando oídos al mensaje doloroso que nos transmite el pasado a través de las viejas catedrales. Radici Cristiane nació hace dieciocho años para hacer eco de esa voz.
Roberto de Mattei
[Traducido por J.E.F]