jueves, 18 de febrero de 2016

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXXVI)


CAPÍTULO 36 
Que la humildad no es contraria a la magnanimidad, 
antes es fundamento y causa de ella. 

Santo Tomás, tratando de la virtud de la magnanimidad, pone esta cuestión: Por una parte, dicen los Santos, y lo dice el sagrado Evangelio, que nos es muy necesaria la humildad; y por otra nos es muy necesaria la magnanimidad, especialmente a los que tienen oficios y ministerios altos. Estas dos virtudes parecen contrarias entre sí, porque la magnanimidad es una grandeza de ánimo para emprender y acometer cosas grandes y excelentes y que sean en sí dignas de honra. Y lo uno y lo otro parece contrario a la humildad; porque cuanto a lo primero, que es emprender cosas grandes, no parece que dice con ella; porque uno de los grados de humildad que ponen los Santos es: confesarse y tenerse por indigno e inútil para todas las cosas, y emprender uno aquello para lo que no es, parece soberbia y presunción. Y lo segundo, que es emprender cosas de honra, parece también contrario, porque el verdadero humilde ha de estar muy lejos de desear honra y estimación. 

A esto responde muy bien Santo Tomás. y dice que aunque mirando la apariencia y sonido exterior, parecen contrarias entre sí estas dos virtudes: pero, en efecto, ninguna virtud puede ser contraria a otra. Y en particular dice de estas dos, humildad y magnanimidad, que si miramos atentamente a la verdad y sustancia de la cosa, hallaremos que no sólo no son contrarias, pero que son muy hermanas y depende mucho la una de la otra. Y aclara esto y bien porque cuanto a lo primero, que es emprender y acometer cosas grandes, que es propio del magnánimo, no sólo no es eso contrario al humilde, antes es muy propio suyo, y sólo el que lo fuere puede hacer eso bien. Si fiados en nuestras fuerzas y medios emprendiésemos cosas grandes, sería presunción y soberbia: porque ¿qué cosas grandes, ni aun pequeñas, podemos nosotros emprender fiados en nuestras fuerzas, pues no somos suficientes de nosotros, ni aun para tener un buen pensamiento?, como dice San Pablo (2 Cor, 3, 5). Pero el fundamento firme de esta virtud de la magnanimidad para acometer y emprender cosas grandes, ha de ser desconfiar de nosotros y de todos los medios humanos, y poner nuestra confianza en Dios; y eso hace la humildad, y por eso la llaman los Santos fundamento de todas las virtudes como dijimos arriba, porque abre las zanjas, ahonda los cimientos y echa fuera toda la arena y tierra movediza de nuestras fuerzas, hasta llegar a la piedra viva, que es Cristo, y edificar sobre ella. 

El glorioso Bernardo, sobre aquello de los Cantares (8, 5): ¿Quién es ésta, que sube del desierto. abundante en riquezas, estribando en su Amado?, va declarando cómo toda nuestra virtud y fortaleza y todas nuestras buenas obras han de estribar en nuestro Amado. Y trae para esto el ejemplo del Apóstol San Pablo a los de Corinto (1 Cor., 15. 10), [Por la gracia de Dios soy eso que soy, y su gracia no estuvo vacía en mí; más he trabajado que todos]. Comienza el Apóstol a contar sus trabajos, y lo mucho que había hecho en la predicación del Evangelio y en servicio de la Iglesia, hasta venir a decir que había trabajado más que los demás Apóstoles. Dice San Bernardo: Mirad lo que decís, Apóstol Santo; para que podáis decir eso y para que no lo perdáis, estribad sobre vuestro Amado. Luego estriba sobre su Amado: No yo, sino la gracia de Dios conmigo. Y escribiendo a los filipenses (4, 13), dice: Todo lo puedo; y luego estriba en su Amado, y dice: En Aquel que me conforta. En Dios todo lo podremos; con su gracia seremos poderosos para todos; en eso hemos de estribar y ése ha de ser el fundamento de nuestra magnanimidad y grandeza de ánimo. 

Y esto es lo que dice el Profeta Isaías (40, 31): Los que desconfían de sí y ponen toda su confianza en Dios, mudarán su fortaleza, porque trocarán la fortaleza de hombres, que es flaqueza, en fortaleza de Dios; trocarán su brazo flaco y de carne, con el brazo del Señor, y así quedarán fuertes y poderosos para todo, porque en Dios todo lo pondrán. Y así dijo muy bien San León Papa: «El verdadero humilde, ése es magnánimo, animoso y esforzado para cometer y emprender cosas grandes; ninguna cosa se le hace ardua ni dificultosa, porque no confía en sí, sino en Dios; y poniendo los ojos en Dios y estribando en Él, nada se le pone delante.» (Sal., 59, 14): [«Con Dios haremos proezas, y Él reducirá a la nada a nuestros enemigos]. En Dios todo lo puede. Esto es lo que hemos menester mucho nosotros, ánimo grande y esfuerzo y confianza en Dios, no desmayos, que quitan la gana de obrar nuestros ministerios. De manera que hemos de ser en nosotros humildes, conociendo que de nosotros no somos para nada, ni valemos ni podemos nada; pero en Dios, y con su virtud y gracia, hemos de ser animosos y esforzados para emprender cosas grandes. 

San Basilio declara esto muy bien, sobre aquellas palabras de Isaías (6, 8): [Me veis aquí, enviadme]. Quería Dios enviar a predicar alguno a su pueblo, y como Él quiere obrar las cosas en nosotros con voluntad y consentimiento nuestro, dijo donde lo pudo oír Isaías: ¿A quién enviaré? ¿Quién querrá ir de buena gana? Respondió el Profeta: Señor, aquí estoy yo, si me queréis enviar. Pondera muy bien San Basilio que no dijo: «Señor, yo iré y haré esto muy bien», porque era humilde y conocía su flaqueza, y veía que era atrevimiento prometer de sí que haría una cosa tan grande y que sobrepujaba todas sus fuerzas; sino dice: «Señor, aquí estoy yo muy pronto y dispuesto para recibir lo que Vos me quisiereis dar; enviadme Vos, que si me enviáis, yo iré.» Como si dijera: «Yo no soy suficiente para un ministerio tan alto como ése; empero Vos me podéis dar la suficiencia; Vos podéis poner palabras en mi boca que truequen los corazones; si Vos me enviáis, yo podré ir, y seré suficiente para ello, yendo en vuestro nombre.» Y le dice Dios: Ve. «Veis aquí, dice San Basilio, quedó el Profeta Isaías graduado por predicador y apóstol de Dios, porque supo responder muy bien en la materia de humildad. Porque no atribuyó a sí el ir, sino reconociendo su insuficiencia y flaqueza, puso toda su confianza en Dios, creyendo que en Él todo lo podría, y que si Él le enviaba podría ir; por eso se lo concede Dios, y le dice que vaya haciéndole predicador y embajador y apóstol suyo. Esta ha de ser nuestra fortaleza y nuestra magnanimidad para comprender y acometer cosas grandes. Por eso no desmayéis ni os desaniméis por ver vuestra flaqueza e insuficiencia.» No digas que eres niño y que no sabes hablar dice Dios a Jeremías (1, 7); que a todo lo que Yo te enviare irás, y hablarás y harás todo lo que Yo te mandare. No temas, que Yo seré contigo. De manera que cuanto a esta parte, la humildad, no sólo no es contraria a la magnanimidad, sino antes es raíz y fundamento de ella. Lo segundo que tiene el magnánimo, que es de desear hacer cosas grandes y que sean en sí dignas de honra, tampoco es contrario a la humildad; porque, como dice muy bien Santo Tomás, aunque el magnánimo desea hacer esto, no lo desea por la honra humana, ni es ése su fin; merecerla sí, pero no procurarla ni estimarla. Antes tiene un corazón tan despreciador de las honras y de las deshonras, que ninguna cosa tiene por grande sino la virtud, y por amor de ella se mueve a hacer cosas grandes, despreciando la honra de hombres. Porque la virtud es cosa tan alta, que no se puede honrar ni premiar suficientemente de los hombres, porque merece ser honrada y premiada de Dios. Y así, el magnánimo no tiene en nada todas las honras del mundo; es ésa cosa baja y de ningún precio para él; más alto es su vuelo; por sólo amor de Dios y de la virtud se mueve a obrar y a hacer cosas grandes, despreciando todo lo demás. 

Pues para tener este corazón tan grande, tan generoso y tan despreciador de las honras y deshonras de los hombres, cual le ha de tener el magnánimo, menester es mucha humildad. Para llegar a tanta perfección que podáis decir con San Pablo (Filip., 4, 12): Sé portarme así en la humillación como en la abundancia y prosperidad, y así en la hartura como en el hambre; para que vientos tan recios y tan contrario, como de la honra y de la deshonra, de las alabanzas y de las murmuraciones, de los favores y de las persecuciones (2 Cor., 6, 8), no causen en nosotros mudanza, ni nos hagan titubear, sino que siempre nos quedemos en un mismo ser; gran fundamento de humildad y sabiduría del Cielo es menester. No sé si sabréis bandearos en la abundancia, como el Apóstol San Pablo. Padecer pobreza, mendigar, peregrinar y andar humilde entre las deshonras y afrentas, por ventura sabréis; pero ser humilde en las honras, cátedras, púlpitos y ministerios altos, no sé si sabréis. ¡Ay! que los ángeles en el Cielo no supieron hacer eso, sino que se desvanecieron y cayeron. Aun allá dijo Boecio: [Aunque es temible toda fortuna, pero más lo es la próspera que la adversa]. Más dificultoso es conservarse uno en humildad en las honras y en la estimación del mundo y en los ministerios y oficios altos, que en los desprecios y deshonras y en oficios bajos y humildes; porque estas cosas traen consigo humildad; y esas otras soberbia y vanidad. La ciencia y demás cosas altas de suyo hinchan y desvanecen (1 Cor., 8, I ). Por eso dicen los Santos que es humildad de grandes y de perfectos varones saber ser humilde entre los dones y mercedes grandes que reciben de Dios, y entre las honras y estimación del mundo. 

Se cuenta del bienaventurado San Francisco un cosa que parece bien diferente de cuando se puso a amasar el barro con los pies para huir la honra con que le salían a recibir. Entrando una vez en un pueblo, le hicieron grande honra por la opinión y estima que tenían de su santidad, y venían todos a besarle el hábito, las manos y los pies, y él no hacía resistencia ninguna. Su compañero le juzgó de que parecía se holgaba con aquella honra; y le venció tanto la tentación que al fin se lo dijo. Respondió el Santo: «Esta gente, hermano, ninguna cosa hace en comparación de la honra que había de hacer.» El compañero quedó más escandalizado con esta respuesta, porque no la entendió. Entonces le dijo el Santo: «Hermano, esta honra que me ves hacer, no la atribuyo yo a mí, sino toda la refiero a Dios, cuya es, quedándome yo en lo profundo de mi vileza; y ellos ganan con esto, porque reconocen y honran a Dios en su criatura.» Quedó el compañero satisfecho y maravillado de la perfección del Santo. Y con mucha razón, porque ser tenido y honrado por santo (que es la mayor honra y estima en que uno puede ser tenido), y saber dar a Dios la gloria de ello como se debe, sin atribuirse a sí cosa alguna, y sin que se le pegue la miel a las manos, ni tomar de ello algún vano contentamiento, sino quedándose tan entero en su humildad y bajeza, como si no hubiera nada de aquello, y como si aquella honra no se diera a él, sino a otro, es altísima perfección y humildad profundísima. 

Pues a esta humildad hemos de procurar llegar con la gracia del Señor, especialmente los que somos llamados, no para que estemos arrinconados y escondidos debajo del celemín, sino en alto, como ciudad sobre el monte, y como antorcha sobre el candelero para alumbrar y dar luz al mundo; para lo cual es menester echar muy buenos fundamentos, y tener un deseo grande, cuanto es de nuestra parte, de ser despreciados y tenidos en poco, el cual nazca de un profundo conocimiento de nuestra miseria y vileza de nuestra nada, cual tenía San Francisco cuando se puso a amasar el barro con los pies para ser tenido por loco. De aquel profundo conocimiento propio que tenía de sí mismo, de donde nacía el desear ser despreciado y tenido en poco, de allí nacía también que cuando después le honraban y le besaban el hábito y los pies, no se desvanecía ni se tenía por eso en mas, sino se quedaba tan entero en su bajeza y humildad, como si ninguna honra le hicieran, atribuyendo y refiriendo todo aquello a Dios. Y así, aunque estos dos hechos de San Francisco parecen entre sí contrarios, procedían de una misma raíz y de un mismo espíritu de humildad. 


EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS. 
Padre Alonso Rodríguez, S.J.