sábado, 28 de enero de 2017

LA SAGRADA COMUNIÓN Y EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA - V


CAPÍTULO 5 
De otra disposición y preparación más particular con 
que nos hemos de llegar este divino Sacramento. 

Para gozar cumplidamente de los frutos admirables que trae consigo este divino Sacramento, dicen los Santos y maestros de la vida espiritual que nos hemos de procurar preparar con otra disposición más particular, que es con actual devoción. Y así declararemos aquí qué devoción ha de ser ésta y cómo la despertaremos en nosotros. Para esto dicen que nos hemos de llegar a la sagrada Comunión, lo primero, con grandísima humildad y reverencia; lo segundo, con grandísimo amor y confianza; lo tercero, con grande hambre y deseo de este Pan celestial. A estas tres cosas se pueden reducir todas las maneras de afectos con que podemos despertar la actual devoción, así antes de recibir este santísimo Sacramento, como al tiempo de comulgar y también después de la Comunión. Y están llenos los libros de consideraciones a este propósito, muy buenas y muy bien dilatadas; y así solamente tocaremos algunas de las más ordinarias, que suelen ser las más provechosas, abriendo el camino para que sobre ese fundamento pueda cada uno discurrir por sí; porque eso le moverá más y le será de más provecho, conforme a la doctrina que de esto tenemos en el libro de los Ejercicios Espirituales. 

Pues lo primero, hemos de llegar a este santísimo Sacramento con grandísima humildad y reverencia, la cual se despertará en nuestra ánima, considerando por una parte aquella soberana majestad y grandeza de Dios, que verdadera y realmente está en aquel santísimo Sacramento, y es el mismo Señor que con sola su voluntad crió, conserva y gobierna los Cielos y la tierra, y con sola ella lo puede todo aniquilar; en cuya presencia los ángeles y más altos serafines encogen las alas, tiemblan y se estremecen con profundísima reverencia (Job., 26, 11). Y por otra parte, volviendo luego los ojos a nosotros mismos, mirando nuestra bajeza y miseria. Y así unas veces nos podemos llegar con el corazón de aquel publicano del Evangelio, que no osaba acercarse al altar ni alzar los ojos al Cielo, sino de lejos con mucha humildad hería sus pechos diciendo (Lc., 18, 13): Señor, habed misericordia de mí, que soy gran pecador. Otras veces nos podemos llegar con aquellas palabras del hijo pródigo (Lc., 15, 18): «Señor, pequé contra el Cielo y contra vos, ya no merezco llamarme hijo vuestro: recibidme como a uno de los jornaleros de vuestra casa.» Otras, con aquellas palabras de Santa Isabel: [¿Señor, de dónde a mí?], como dijimos arriba (cap. 1). Será también muy bueno considerar con atención aquellas palabras que tiene instituidas la Iglesia para el tiempo de comulgar, tomadas del sagrado Evangelio (Mt., 8,8): [Señor, no soy digno de que entréis en mi morada, mas decid con vuestra palabra. y quedará sana mi alma]. Señor, no soy digno; pero por eso me llego, para que Vos me hagáis digno. Señor, flaco soy y enfermo; pero por eso me llego, para que me sanéis y me esforcéis; porque como Vos dijisteis (Mt., 9, 12): no tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos, y para ésos señaladamente vinisteis Vos. 

Eusebio, escribiendo la muerte de San Jerónimo —que se halló a ella y fue su discípulo—, dice que estando para recibir el santísimo Sacramento, admirado por una parte de la majestad y bondad inmensa del Señor, y, volviendo por otra parte los ojos a sí, decía: ¿Cómo, Señor, os humilláis ahora tanto, que queréis venir y descender a un hombre publicano y pecador, y no sólo queréis comer con él, sino que mandáis que él os coma a Vos?» En el segundo libro de Samuel (9, 7) cuenta la sagrada Escritura que dijo David a Mifiboset, hijo de Jonatás: Tú comerás siempre a mi mesa. Respondió el: ¿Quién soy yo para poner los ojos en mí, sino como un perro muerto? Si dice esto Mifiboset, por verse convidado a la mesa de un rey, ¿qué será bien que diga un hombre convidado a la mesa de Dios? Ya que no podemos llegar a este divino Sacramento con la disposición que él merece, suplámoslo con humildad y reverencia, y digamos con el real Profeta (Sal., 8, 5) y con el santo Job (7, 17): ¿Quién es, Señor el hombre para que os acordéis de él, o el hijo del hombre para que le visitéis y magnifiquéis y engrandezcáis tanto? Con razón se admira y canta la Iglesia: ¡Oh cosa admirable, que el siervo pobre y bajo reciba en su boca y en pecho a su Dios y Señor! 

Lo segundo, hemos de llegar a este santísimo Sacramento con grandísimo amor y confianza; y para avivar este afecto en nosotros hemos de considerar la bondad y misericordia y amor infinito del Señor, que tanto aquí resplandece, de lo cual dijimos en el capítulo primero. Pues ¿quién no amará a quien tanto bien nos hizo? El que nos dio a sí mismo, ¿qué no nos dará? Dice muy bien San Crisóstomo: «¿Que pastor hubo que apacentase sus ovejas con su propia sangre? ¿Y qué digo pastor? Muchas madres hay que después de los dolores del parto entregan a sus propios hijos a otras mujeres que les den leche y los críen; mas esto no lo sufrió su amor, sino con su propia sangre nos mantiene, y uniéndonos consigo nos realza y ennoblece y hace crecer en todo.» 

La tercera cosa que pide este santísimo Sacramento es que nos lleguemos a él con grande hambre y deseo.[«Este Pan, dice San Agustín, requiere hambre del hombre interior»]. Así como el manjar corporal entonces parece que entra en provecho cuando se come con hambre, así también este divino manjar nos entrará en grande provecho si va el alma a Él con grande hambre, ansiosa de unirse con Dios y de alcanzar algún don y merced particular (Sal., 106, 9): Al ánima hambrienta harta Dios de bienes. Y lo mismo dijo la sacratísima Reina de los Ángeles en su cántico (Lc., 1, 53): [A los hambrientos colmó de bienes]. Para despertar esta hambre y deseo en nuestras almas, nos ayudará considerar por una parte nuestra grande necesidad, y por otra los efectos admirables que obra este santísimo Sacramento. Así como cuando Cristo nuestro Redentor andaba acá en el mundo, a todos los que llegaban a Él los sanaba de todas sus enfermedades, y no se lee que alguno le pidiese salud y se la negase: llegó a Él aquella mujer que padecía flujo de sangre, tocó el ruedo de su vestidura, y luego quedó sana; llegó a sus pies aquella pecadora del Evangelio, y quedó perdonada; llegaban a Él leprosos, y quedaban limpios; llegaban a Él los endemoniados, los ciegos, los paralíticos, y todos quedaban buenos y sanos; porque salía de Él virtud que los sanaba a todos (Lc., 6, 19); así hará también en este santísimo Sacramento, si llegamos con esta hambre y deseo, pues es el mismo que entonces, y no ha mudado la condición. 


EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS  
Padre Alonso Rodríguez, S.J.